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La verdad sea dicha, propone el periodista sinaloense Javier Valdez. A los periodistas no les gusta practicar la autocrítica. Porque no es fácil. Y esa es, precisamente, la apuesta de su libro Narcoperiodismo, la prensa en medio del crimen y la denuncia.
Él sostiene que su más reciente título –el último de una lista de obras publicadas que incluye Huérfanos del narco, Los morros del narco, Miss Narco, Con una granada en la boca– trata precisamente de “esa preocupación de mirarnos de frente, hacia adentro. No hablamos sólo de narcotráfico, una de nuestras acechanzas más feroces. Hablamos también de cómo nos acecha el gobierno. De cómo vivimos en una redacción infiltrada por el narco, al lado de algún compañero en quien no puedes confiar porque quizá sea el que pasa informes al gobierno o los delincuentes. Señalamos también a los empresarios, a los dueños y ejecutivos de los medios, que priorizan el negocio, que están más preocupados por la ganancia que por contar la historia de lo que está pasando en nuestro país, o de lo que pueda pasarles a sus reporteros, a sus empleados”.
Culichi por los cuatro costados, Valdez ahora traspasa la frontera de ese estado con 11 ríos –de ahí el nombre del multipremiado periódico Río Doce, que fundó junto con Ismael Bojórquez y otros profesionales hace 13 años– para indagar sobre el estado de salud del periodismo en la franja norte, de costa a costa.
Y en su búsqueda encuentra cosas como el panochón, que significa, en el habla del hampa, un reportero a quien los delincuentes ubican, amenazan y utilizan. “Puede convertirse en dedo de la maña (persona que delata). Puede recibir llamaditas del jefe (regaños del líder de la plaza). Puede ser castigado con manitas (cachetadas), tablazos en la espalda y nalgas, tijera (corte de extremidades), fogones (quemaduras) o piso (asesinato)”.
Advierte: Lo que aquí narro es real. Ha ocurrido en algunos lugares de México, en varias ciudades de diversos estados, en diferentes momentos.
Crecer en Culiacán
Javier Valdez, 49 años, creció en el viejo barrio Rosales de Culiacán. Ahí convivían, sin mezclarse, con los otros, los gomeros, serranos hoscos, todavía muy pocos, que bajaban de la montaña con la pasta de opio y se quedaban a vivir en la capital sinaloense, pero sin integrarse jamás con sus vecinos. Eran los años 70.
Luego aparecieron otros vecinos, verdaderos villanos dignos de escalofrío, pistoleros, policías y delincuentes encarnados en uno solo. Y años después otros más, los narcos. Ahí fue cuando esa línea invisible que dividía a las familias comunes y corrientes y a los delincuentes empezó a trastocarse. Empezaba ese coqueteo, ese guiño de la sociedad culichi hacia los narcotraficantes y la convivencia ya no podía deslindarse, ya estábamos con ellos. Ya eran parte de nuestra vida.
–A los periodistas de esta generación, en otros estados, tener que cubrir la violencia que se desató en el sexenio de Felipe Calderón los tomó de sorpresa. Nadie estaba preparado para esto. A diferencia de ustedes, los sinaloenses…
–En parte es cierto. Hablar de Culiacán de los años 80, 90, era hablar de una ciudad donde se ametrallaba a un cortejo en pleno entierro; donde había vendettas entre bandas de narcos. Con todo, cuando Calderón detonó su absurda guerra descubrimos que tampoco nosotros estábamos preparados para narrar la maldad. Aprendimos a punta de chingadazos que no bastaba contar los muertos. Cuando la violencia se disparó, la realidad nos rebasó. Lo que escribíamos, lo que publicábamos nada tenía que ver con lo que estaba pasando, esa sicosis, ese terror. Sabernos rebasados nos golpeó mucho.
“A eso súmale que con cada nota teníamos que medir el riesgo. De pronto, cuando estás más clavado con una cobertura y su seguimiento, llega alguien y nos dice ‘ya bájenle’. Puede ser una amenaza, puede que sea gente preocupada por nosotros. De cualquier modo, nosotros frenamos. En 2009 nos aventaron una granada a las instalaciones; sólo provocó daños materiales. Siempre nos preguntamos ¿de parte de quién? ¿Fue el narco, cualquiera de los cárteles, el Ejército, la Marina, un sicario, un jefe policiaco, un servidor público?”
Del Pacífico al Golfo
–No es fácil decir si en Sinaloa los periodistas están mejor o peor que en otros estados de la región…
–Nos favorece tener un solo cártel dominante, que es el de Sinaloa. No hay tanta disputa. Es un solo grupo el que somete al gobierno, que manda y además tiene el monopolio del crimen. Eso le deja ciertos espacios al periodismo, lo que no tienen compañeros de Sonora, Chihuahua, Nuevo León, Tamaulipas, Veracruz, porque están en medio de una guerra esporádica o constante entre dos o tres organizaciones criminales.
A pesar de eso, sabemos que sólo contamos una pizca del monstruo, una pequeña parcela del infierno. Narramos historias de amor en medio de cadáveres colgando de los puentes; historias que pueden ser hasta chuscas, como la del capo que convoca a una competencia y le regala millones de pesos y cerveza al bato que dure más tiempo bailando, mientras en ese mismo momento en una calle cercana aparece una hielera con cinco cabezas. No, nunca alcanzaremos a contar esa violencia abismal.
–Tamaulipas…
–Eso fue como bajar, desde Culiacán, 50 escalones hacia el infierno. En mi libro a ese capítulo lo llamé Reportear el silencio. ¿Cómo reporteas eso? ¿Cómo viven esos reporteros, qué han hecho, adónde se fueron, cómo sobrevivieron, qué piensan de los que huyeron, de los que ya no están? Atrapados en medio de dos o tres organizaciones criminales y terminar contando nada, terminar escribiendo nada, publicando fotos e imágenes que no dicen nada. Eso es lo que se publica en los medios de Tamaulipas. Nada que ver con la calle, con lo que está padeciendo la gente.
–¿Y Veracruz?
–Veracruz es la conjunción de todos los males, es la sucursal que concentra más tuétano infernal, con tanto periodista asesinado, con tanto reportero golpeado, acosado por este gobierno criminal de Javier Duarte, con tanta narcopolítica. Ese estado es de toral importancia, principalmente después del asesinato de Rubén Espinosa: el espanto, el llanto de los compañeros, la muerte abaratada, los reporteros tirados a las puertas de las redacciones; yo no podía dejar de escribir eso.
La historia de Rubén es representativa por la violencia, por la impunidad, por los alcances; porque nadie pensó que los brazos del monstruo de Veracruz fueran a alcanzar a la Ciudad de México para matar a un reportero que estaba solo, empobrecido, expuesto, vulnerable.
Otras acechanzas
–Los riesgos del periodismo son múltiples y no todos vienen de afuera: el morbo, la repetición excesiva, la normalización del horror…
–Lo sabemos. Y nos hemos equivocado a veces. Más que ser un arma de doble filo es un fondo con muchos cuchillos, muchos filos. Hay que hacer un esfuerzo en ciertas historias para que no se te salga la baba, que no te gane el morbo. En este trabajo hay que hacer de la autocrítica y la autorrevisión algo constante.
–En Narcoperiodismo te alejas de la crónica local, el periodismo testimonial que siempre trabajaste. ¿Hacia dónde hiciste el salto?
–Quiero creer que a trabajar una historia más pública, a abordar un tema que nos permita entendernos como periodistas: con miedo, rodeados de corrupción, con la contaminación del narco en las redacciones. Espero haber abonado a reconocer esa realidad, nuestras enfermedades, incluyendo la soberbia, la deshumanización, la impunidad, incluso nuestra pobreza, nuestros bajos salarios y las condiciones de trabajo. Eso intenté hacer.