Javier Valdez: doce balazos a las 12 del día

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Javier Valdez Cárdenas (1967-2017) acababa de cumplir 50 años el pasado abril. Un mes y un día después lo mataron, a plena luz del sol, saliendo de la oficina del semanario Ríodoce, del cual era cofundador. Su epitafio fue un tuit escrito meses antes. Rezumaba rabia, indignación: A Miroslava la mataron por lengualarga. Que nos maten a todos, si esa es la condena de muerte por reportear este infierno. No al silencio. Aludía al asesinato a mansalva de la periodista Miroslava Breach, quien, como él, era corresponsal de La Jornada. Ella en Chihuahua, la frontera de nuestro país. Él, en Culiacán, la tierra que lo vio nacer y morir. Morir asesinado. Morir acribillado. Doce balas a las 12 del día, contra el reportero de Ríodoce. Doce.

Presagio de dolor, de sangre. Él, que nació en el estado de los 11 ríos, hizo fluir con sus compañeros un semanario de nombre muy sonoro. Un medio independiente que, sin proponérselo, se volvió un referente nacional e internacional que se atrevía a decir lo que todos sabían, lo que todos callaban: que a Sinaloa se lo está llevando la chingada.

Su colega y amigo Juan Veledíaz, hace años, llamaba a esta ciudad Culiacán de las Sirenas. Es triste que no sólo permanezca, sino que se reafirme el mote. El día en que Javier fue ultimado, zumbaban y zumbaban las sirenas. Fue pesadillesco.

No sólo mataron a un ciudadano ejemplar. Mataron a alguien visible. Alguien que tenía miedo, pero que se aguantaba. Alguien que no se quiso esconder, que no quería callar. Alguien que sabía que era suicida andar en esto, vivir en Culiacán, del que nunca quiso irse por más que su esposa, la señora Griselda Triana, se lo suplicara. Tuvo el valor, rayano en la temeridad, de quedarse. De escribir hasta su último aliento. Su última entrega de Malayerba –su columna semanal– fue acerca de las corruptelas dentro de los llamados centros de rehabilitación para adictos a las drogas.

Malayerba se caracterizaba por sus textos breves, por abordar pasajes de la violencia cotidiana, por su lenguaje coloquial, lírico, marcadamente culichi. Sus textos eran protesta. Eran denuncia. Eran su manera de decir que le avergonzaba esta sociedad podrida, donde por 500 pesos y un poco de mota pueden matar a cualquiera, según se menciona en su libro Levantones (2012).

En esta ciudad, cuna del narcotráfico mexicano, no se puede dar un claxonazo por miedo a que te rafagueen. En esta ciudad, llena de jóvenes viudas buchonas, de plebes punteros ( halcones, que también les llaman), de troconas que rebasan el semáforo a ritmo de narcocorridos, Javier experimentó el vértigo, la adrenalina, sintió la mano que temblaba, pero no podía dejar de escribir. Y vaya que escribió. Dejó varios títulos imprescindibles para comprender esta realidad grotesca, inverosímil.

Su última obra, Narcoperiodismo (2016), vale como un grito de guerra, pero también, como testamento. Él estaba consciente de que esto le podía ocurrir. Pero no se paralizó. Siguió manifestándose, así su corazón se desangrara ante la impotencia de ver cómo esta tierra tan próspera, de gente alegre y buena, se llenaba de maleantes carentes de escrúpulos. Todo por la cochina droga. Por la ambición de los dólares. Porque aquí en Sinaloa, señores, está la mera mata.

Entrevisté a Javier en 2011 con motivo del lanzamiento de su libro Los morros del narco, en su cafetería habitual, Bistro Miró, cuya mesa nueve pensaron en retirar, pero ahora es un altar espontáneo. Flores, un café que no beberá, el ejemplar de La Jornada cuyo titular es uno de los más tristes de que se tenga memoria: Asesinan a Javier Valdez.

La entrevista apareció hasta un año después –por azares editoriales– en un par de medios, la revista Letrarte (ya desaparecida) y el semanario político mexicano Siempre! Al comentarle que consideraba muy acertado su afán de humanizar los casos relatados, respondió: “Yo rompo ese esquema de contar casquillos, muertos, detenidos, drogas, balas… Prefiero contar personas. Pienso que el llamado ejecutómetro ha contribuido a insensibilizar, porque es un tratamiento frívolo, irresponsable e irrespetuoso, sobre todo respecto de las víctimas. Hay que entender el contexto social y económico en que se dan sus casos; eso puede ofrecerle otra mirada al lector; que lo vea como un fenómeno cotidiano en que estamos todos inmersos como sociedad en este país”.

También afirmó, sin arredrarse: “Nosotros nos indignamos como opinión pública, pero muy rápido estiramos la mano para recibir dinero del narco”. Se refería a la actitud oscilante entre la glorificación y el repudio de esta industria ilegal que ha ensombrecido a esta ciudad, a este estado, a este país.

A Javier, a decir de su esposa –quien tuvo la entereza de dirigir unas palabras a la prensa y gente que la acompañó en su dolor–, le hubiese gustado un reconocimiento de su Sinaloa, pero no en un ataúd. Aquí no reconocieron su trabajo, en el extranjero sí, y se fue con esa espinita. Él estaba comprometido con quien no tenía voz.

Este gran periodista, que no tuvo el privilegio de ser profeta en su tierra, fue finalista del Premio Rodolfo Walsh dentro de la Semana Negra de Gijón, con Miss Narco, publicada en 2009. Recibió, en nombre de Ríodoce, el Premio Maria Moors Cabot, en 2011, otorgado por el Comité para la Protección de Periodistas. Fue considerado uno de los 50 personajes que mueven a México, por la revista Quién, en 2012.

Pero Culiacán, su Culiacán, cuyas aceras fatigó de noche y día, ha sido ingrato con él. Ha sido el monstruo que lo devoró. Ha sido quien lo ha tornado sangre, polvo, ha sido quien lanzó su sombrero al viento de la ignominia. Justo es que quienes lo conocimos y llegamos a quererlo, a sentirnos sus amigos, sus compañeros, a recibir sus abrazos, sus miradas y sonrisas traviesas, sus sabios consejos, su apoyo sin esperar nada a cambio, lo recordemos e intentemos seguir su ejemplo, aunque sepamos bien que Javier es un ser irrepetible.

                                                         
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