El ‘crimen’ de no hablar español tiene a más de 8.000 indígenas mexicanos en la cárcel

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Hasta noviembre de 2015, la Comisión Nacional de Derechos Humanos de México estimaba que unos 8.500 indígenas permanecían recluidos en los centros penitenciarios del país. De esa cifra, apenas el 15% supo de qué se le acusaba, porque solo ese porcentaje tuvo acceso a un traductor.

Mujeres de una comunidad indígena participan en una marcha en Ciudad de México. / Henry Romero / Reuters
René Ramírez, directivo de la Organización de Traductores Intérpretes, Interculturales y Gestores en Lenguas Indigenas (Otigli), dice que en la actualidad el número es más alto, «de unos 10.000». Solo en el Distrito Federal, la cifra aproximada es de 2.000 reos. ¿Cuál es la mayor dificultad para contabilizarlos? Que la mayoría no admite su procedencia étnica «por el asunto de la discriminación» durante el proceso judicial y hasta dentro de los recintos penitenciarios. En ese silencio, empieza el túnel hacia la falta de garantías procesales.

La voz del otro

Según los datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), más de 24,4 millones de personas en México se identifican como indígenas, lo que representa un 21,5% de la población. De ese grupo, unos 7,3 millones no hablan español.

En algunos municipios, especialmente en Oaxaca, la población habla mayoritariamente sus lenguas originarias y el español es un idioma ajeno. Esa realidad ha permitido la preservación de su acervo cultural pero, al mismo tiempo, se ha convertido en uno de los escollos más difíciles de superar en la preservación de sus derechos procesales.

Aunque la Constitución Política de México reconoce el derecho a los indígenas a contar con acceso pleno a la jurisdicción del Estado, la realidad tiene varias leguas de rezago: «En el interior del país vemos cómo alrededor del 80% de los acusados por algún delito no tiene la asistencia de un traductor. Se les condena sin enterarse de qué se les acusa o no pueden defenderse porque no hablan español, no hay quien les ayude», explica Ramírez.

En mayo de este año, un grupo parlamentario encabezado por el diputado Jorge Álvarez presentó ante el Senado una iniciativa para la elaboración de un decreto de Ley de Amnistía que beneficiara a indígenas que, durante un proceso penal, no se les hubiese garantizado el acceso en la jurisdicción en su lengua. En la exposición de motivos del proyecto se referían casos de privaciones de libertad a hombres «porque mataron iguanas en un intento de llevar comida a su casa» o porque recolectaron peyote para consumo personal, «o ancianas presas, a quienes engañaron para entregar paquetes con droga». Hasta ahora, no se ha decidido al respecto.

Centro y periferia

Datos recogidos en abril de este año por Animal Político refieren que de toda la población penal indígena recluida en México, unos 8.000 están aún a la espera de una sentencia: es decir, pagan prisión sin condena firme. La mayoría no sabe por qué está allí.

Soldados del Ejército mexicano en el estado mexicano de Guerrero. / Emiliano Torres / Reuters
En ese contexto, hace 17 años, nació Otigli. La organización, de indígenas para indígenas, fue fundada el 10 de noviembre de 2001 con el propósito de asistir a los acusados que no hablan español. Comenzaron a ofrecer el servicio de traductores de náhualt y mazateco, pero ya cuentan con intérpretes para 50 de las 68 lenguas oficiales.

Pero más allá de los esfuerzos que hacen las asociaciones civiles sin fines de lucro, el problema se agrava por el escaso número de defensores que sepan comunicarse en las lenguas nativas de los procesados. Ramírez asegura que en la capital la situación es menos crítica desde 1997, cuando comenzó «el proceso de sensibilización» sobre los derechos lingüísticos de las étnias, pero no es en Ciudad de México, donde hay mayor concentración de indígenas.

Al sur del país, especialmente en Oaxaca y Yucatán, hay más de 300 municipios donde más del 40% de su población es indígena. Un informe de la CNDH advierte que son esas las comunidades más vulnerables en el ámbito judicial, no sólo por el desconocimiento de los derechos que les asisten y su condición monolingüe, sino por «la escasa visita familiar que reciben» porque están recluidos lejos, por falta de dinero de los suyos, por la precaria atención médica dentro de los recintos penitenciarios y, claro, por la discriminación.

Un hombre intenta crear una barricada contra el ingreso de vehículos militares en la zona. / Emiliano Torres / Reuters
Organizaciones como Otigli han empezado a trabajar junto a la Procuraduría a través de convenios para disminuir la situación de vulnerabilidad, pero la atención es insuficiente porque se circunscribe casi siempre a la capital y no logra abarcar la periferia. Eso sin contar que en México, por cada 600.000 habitantes indígenas, hay solo un defensor público federal.

Reencuentro cultural

Cuando en Otigli empezaron a reclutar traductores, exigían que contaran con un título universitario. «Pero la realidad de nuestro país no daba para eso, teníamos muchas demandas y pocas personas», narra Ramírez. Por eso, el requisito mínimo para ellos es tener la secundaria terminada.

Una vez admitidos el grupo, se les ofrece una capacitación mínima sobre lenguaje jurídico que les permitan ser instrumentos de comunicación. La experiencia también ha servido, al menos en Ciudad de México, para que cientos de hablantes de lenguas nativas se vuelvan a conectar con su palabra primigenia, con la forma de ver el mundo que recuerdan de la infancia y que habían dejado de usar en la capital.

Portada de uno de los libros editados por Otigli. / Alantl Molina
«Yo pienso que esto nos ha ayudado a subir nuestra autoestima cultural, nos recuerda la utilidad de la lengua que aprendimos y es bonito cuando es para ayudar a otros. Aquí hay traductores que tenían 40 años sin hablar su idioma nativo porque se habían mudado a Ciudad de México, pero ahora reivindican su identidad, se empiezan a buscar como comunidad y alimentan un ‘yo’ colectivo. Esa es una gran recompensa».

El propio Ramírez es traductor del idioma otomí, también conocido como ñuhu, que tiene una familia de variantes dialectales en todo el país y es el séptimo más hablado en México después del náhuatl, el maya yucateco, el zapoteco, el mixteco, el tzotzil y el tseltal: «Yo le hago de gestor de mi comunidad y trato de estar más activo con ella, de mantener un vínculo más cercano y permanente con mi pueblo, de fortalecer mis valores».

Lengua viva

Pero el carozo del problema, más allá de las dificultades jurídicas, es educativo y social. La falta de herramientas para que las comunidades indígenas puedan tener una vida con plenas garantías de derecho pasa por la posibilidad de comunicarse en su lengua nativa sin ser objeto de discriminación.

La directora de Investigación y Evaluación de la coordinación general de educación intercultural y bilingüe de la Secretaría de Educación Pública, Bety González, resalta que los esfuerzos existen.

«Nos enfocamos en tres sentidos, todos necesarios: desarrollo de marcos jurídicos de protección y derechos lingüísticos, desarrollo de políticas lingüísticas asociados a esos marcos jurídicos, y propuestas de preservación». En ese último punto resalta el proyecto denominado ‘Nido de lenguas’.

Acto de disculpa formal de la Fiscal General a tres mujeres indígenas injustamente encarceladas. / Carlos Jasso / Reuters
Ese programa consiste, básicamente, en promover que los hablantes de una lengua en peligro de desaparición «sean los maestros de los niños y les entreguen su lengua». Los resultados han sido buenos pero insuficientes, a juicio de Ramírez, quien considera que el enfoque debe ser múltiple porque «hasta los medios de comunicación están generando el debilitamiento de la identidad cultural indígena».

«Creemos que hay que visibilizar el problema en todos los espacios porque los indígenas hemos sido relegados en todas las políticas públicas: salud, educación, procuración de justicia». Los números, al menos, le dan la razón.

En el país, el 23,2% de la población que habla alguna lengua indígena es analfabeta; 7 de cada 10 viven en condición de pobreza, lo que a su vez limita su acceso a la salud y a una vivienda digna con servicios básicos. Esas desigualdades, aunadas a la falta de garantías procesales y jurídicas, mantienen a las comunidades ancestrales al margen de una exclusión que es aún más violenta cuando limita su derecho a ser entendido en la lengua que aprendió.

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El poeta náhuatl Joel Martínez Hernández se refiere a los hombres que no hablan lenguas indígenas como «coyotes» que intentan exterminar del legado de los pueblos originarios: «dicen que los macehuales desapareceremos / que los macehuales nos extinguiremos / que nuestro idioma no se escuchará más / nuestro idioma no se usará más. / Los coyotes con eso internamente se alegran / los coyotes esto es lo que buscan (….) el coyote desea convertirnos en asalariados / por esto desea que abandonemos / nuestras tierras comunales / nuestras ocupaciones de gente de pueblo / nuestro propio idioma».

González, parafraseando al historiador Miguel León Portilla, dice al respecto: «si muere una lengua, desaparece o muere una forma de ver y hacer la vida. Y esa es una pérdida muy grande porque en ella está contenida la cultura. En el español, por ejemplo, la palabra ‘huérfano’ se usa para un hijo que perdió a un padre, pero en nuestro idioma no hay una palabra que nombre a un padre que perdió a su hijo porque es una cosa muy dolorosa. Cada cultura nombra o no un fenómenos según su manera de entenderlo».

En México, cada vocablo nativo que se profiere es un acto de resistencia. Los pueblos originarios saben que la lengua materna se defiende hablándola y al mismo tiempo, ella sabrá nombrar su mundo para defenderlos del otro. Por eso, más 10.000 indígenas aún esperan, tras las rejas, alguien que las traduzca.

                                                         
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